sábado, 30 de enero de 2016
HISTORIAS DE TERROR III
EL BUS DE LAS 8
Esa noche no había dormido poco porque mi madre había salido y me costó conciliar el sueño. Me levanté; llegaba tarde a clase, por lo que salí corriendo.
Era una mañana con mucha niebla. Miré mi móvil para saber cuánto le quedaba al autobús por llegar, pero la aplicación había desaparecido. Me extrañó mucho, pero me quedé esperando y el autobús llegó. Le pregunté la hora al conductor: todavía me daba tiempo a llegar. Subí y el conductor me dijo que no hacía falta que picara, porque el viaje iba a ser muy largo. Miré para ver si había algún sitio libre. ¡No había nadie! Qué raro, pensé. Me senté atrás porque el conductor no me inspiraba mucha confianza. Me puse a mirar por la ventanilla, pero no se veía nada porque había mucha niebla y poca luz.
El bus se fue llenando de humo, como si hubiera entrado la niebla, y a mí cada vez me iba entrando más y más sueño; hasta que caí dormido. Cuando me desperté, no sabía dónde estaba. Fui a hablar con el conductor, pero... ¡No había nadie! Pensé que lo mejor era ver dónde estaba. Salí y no había nada, solo tierra, tierra y más tierra: eso era un desierto. A lo lejos vi una casa. Me acerqué, llamé a la puerta, pero nadie respondía. Entré. La casa estaba prácticamente vacía y había una escalera para subir al piso superior. Subí. La escalera estaba muy vieja y crujía. En el primer descansillo vi un osito de peluche ensangrentado. Decidí no pararme y seguir adelante. A medida que subía, mi miedo también aumentaba. Cuando llegué arriba, abrí una habitación y vi una sombra balanceándose. No me atreví a entrar. Oí una voz que venía de otra habitación:
-¿Qué haces aquí?
Entré y vi que había una niña con un vestido blanco y un peluche en la mano. Quise salir corriendo. La puerta se había cerrado y no podía abrirla. Lo conseguí y salí de allí, pero la niña me seguía. Tenía los ojos en blanco y cada vez se acercaba más.
Bajé corriendo las escaleras y entré en la cocina. Allí, en el suelo, estaba el conductor muerto. La puerta estaba cerrada. No tenía salida, solo podía saltar por la ventana, y eso fue lo que hice, aunque tuve que romper el cristal. Me hice algunas heridas.
Sorprendentemente, se había hecho de noche. A lo lejos vi una luz; lo único que podía hacer era acercarme. Era una casa y llamé a la puerta. Una mujer me abrió y me preguntó que qué me pasaba. Vio mis heridas y me dejó pasar. Me curó y me dijo que podía quedarme, que había una habitación en el sótano. Bajé y entré en ella. La puerta se cerró de golpe. ¡Me había quedado encerrado!
Por una pequeña ventana entraba el reflejo de la luna que iluminaba un reloj parado que marcaba las ocho. Cuando mi vista se acostumbró, miré a mi alrededor y encontré los cadáveres de las personas que siempre cogían el autobús. Me quedé paralizado, mi vista se nubló.
Cuando volví en sí, estaba en una camilla, atado de pies y manos. Todo había sido culpa de mi imaginación.
Adrián Poveda, E. 2.1
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